Cuando explico la resiliencia no me gusta hablar de factores de riesgo o antipilares. El factor de riesgo es un término que lo creó un médico cardiólogo para anticipar lo que podía causar infartos. Por tanto, implica una proyección negativa que encaja mal con la idea de resiliencia, que afirma la capacidad de las personas para desarrollar procesos mediante los que se consigue atravesar la adversidad y salir fortalecidos o mejorados. La segunda palabra, antipilares, tampoco me gusta; no veo la resiliencia como un juego de fuerzas opuestas bien-mal, correcto-incorrecto, positivo-negativo. Los procesos de resiliencia son mucho más complejos, flexibles y ricos. Por este motivo, para llevar a cabo la investigación de mi tesis, creé un nuevo constructo: la no resiliencia, que es todo lo que inhibe, obstaculiza o bloquea los procesos de resiliencia. Por tanto, la no resiliencia no es lo contrario a la resiliencia; es más, la resiliencia va aumentando a medida que se superan los factores de no resiliencia. Para ello es necesaria la intervención de los factores de resiliencia y de la energía resiliente, que impulsa los procesos en forma de energía de relación, energía de aprendizaje y energía creativa. Al contrario de lo que algunos teóricos y teóricas postulan, desde mi perspectiva estos procesos no sólo se dan en momentos puntuales de gran adversidad, sino que forman parte de la vida misma.
Bueno, si todo esto les resulta un poco complicado, tal vez con la siguiente metáfora lo consiga explicar mejor:
La vida es como una gran orquesta que parte de las desventaja de estar formada por personas individuales, diferentes unos de los otros, cuyos cuerpos físicos y mentes no vienen preparados, a priori, para interpretar una partitura, y de que el sonido, para convertirse en música clásica, necesita de unos instrumentos que tienen que ser construidos a partir de materias provenientes de árboles, pieles de animales o metales. Sin embargo, esta no resiliencia inicial pueden ser superada: los maestros artesanos pueden transformar la madera y el metal en instrumentos casi perfectos, el cuerpo puede entrenarse con esfuerzo y la mente puede aprender los conocimientos necesarios para poder ejecutar la música magistralmente y, por último, el conjunto de individuos pueden integrarse en un todo armonioso llamado orquesta capaz de tocar una música sublime, expandiendo así la resiliencia resultante de ese proceso más allá del propio grupo a todas las personas que escuchan el concierto.
La vida es como una gran orquesta que parte de las desventaja de estar formada por personas individuales, diferentes unos de los otros, cuyos cuerpos físicos y mentes no vienen preparados, a priori, para interpretar una partitura, y de que el sonido, para convertirse en música clásica, necesita de unos instrumentos que tienen que ser construidos a partir de materias provenientes de árboles, pieles de animales o metales. Sin embargo, esta no resiliencia inicial pueden ser superada: los maestros artesanos pueden transformar la madera y el metal en instrumentos casi perfectos, el cuerpo puede entrenarse con esfuerzo y la mente puede aprender los conocimientos necesarios para poder ejecutar la música magistralmente y, por último, el conjunto de individuos pueden integrarse en un todo armonioso llamado orquesta capaz de tocar una música sublime, expandiendo así la resiliencia resultante de ese proceso más allá del propio grupo a todas las personas que escuchan el concierto.
¡Todos y todas somos parte de esta gran orquesta!
Sirva como ejemplo musical la animada Marcha Radetzky donde el público interviene en la interpretación de la pieza, me encanta empezar el año escuchando el concierto de año nuevo. Por cierto, el director Georges Prêtre tiene 86 años... ¡La energía resiliente da vida!
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